Se refería a las partes altas de muchos edificios de la Capital Federal, exponentes de notables arquitecturas, en aquel trabajo sugería la instalación de telescopios, ventas de postales por pocas monedas, con lo cual se solventarían los gastos de mantener dicho servicio en condiciones.
Decía Livingston: … “esa necesidad de trepar y de verse enteros es un impulso ancestral. Siempre que un chico ve una lomita se trepa y cuando ve un balcón se asoma. Son impulsos naturales en nuestra especie como lo atestiguan los dólmenes y menhires, monumentos prehistóricos que se colocaban en lo alto de las montañas…”
Así notamos que en “SOBRE HÉROES Y TUMBAS”, Sábato teje la urdimbre de una tragedia ocurrida en la casa de una familia de antigua prosapia y para ello se inspira en una finca del siglo pasado.
Para ahondar en lo misterioso le agrega un mirador.
El mirador da a su escenario otra significación y le proporciona diferentes connotaciones con su dominio de las alturas, con la protección que da al observador esa actitud de atrincherarse, de “vigía no visto pero que sí ve”.
Pudo haber utilizado cualquier otro cuarto para ubicar el encierro, pero aquel ambiente elevado y aislado del resto de las habitaciones, le brinda con su altura, diferentes tópicos que lo hacen más propenso al deleite de la imaginación.
Pancho Villa sube a caballo a lo alto de una montaña y desde aquella elevación “descubre” asombrado el Océano Pacífico.
En aquel faro que está situado en el fin del mundo, Julio Verne narra los hechos que se dan en la isla, pero tienen otro sabor cuando desde lo alto de él ve acercarse a los malhechores que en cualquier momento subirán por sus escaleras.
Este avistar desde las alturas, treparse a los campanarios o fotografiar chimeneas y antenas es un placer que muy pocos viajeros o visitantes practican en sus horas de ocio creativo y brinda un oculto encanto que pocos captan y sólo lo brindan las metrópolis.
“DEL BARRIO DE LA LAGUNA AL PARQUE DEL SUR”
Otro arquitecto, pero nuestro, el santafesino Luis María Calvo, director del Museo Etnográfico Provincial, buceador y enamorado de los orígenes de nuestra ciudad, refiere bajo este título en “El Litoral” del 17 de abril de 1989, respecto al presunto faro que tiene nuestra ciudad al final de la calle San Jerónimo, sobre la barranca y junto al anfiteatro: “ … otros hornos se instalaron en lo que hoy es calle San Jerónimo, al sur de Uruguay, en terrenos que terminaban en anegadizos y lindaban por el este con el hospital…”
“ … En la segunda mitad del S. XIX en el lugar de los hornos de Rodríguez y de Picazo se instaló la fábrica de tejas de Manuel Cervera –padre del historiador del mismo nombre- donde se las hacía al tipo de las francesas que entonces se traían de Marsella”.
“ … De estas instalaciones, continuadoras en el lugar de los hornos del período hispánico y poscolonial, queda
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LA CHIMENEA DE LA FÁBRICA DE CERVERA, Y EL USO QUE A SUS ALTURAS Y ALREDEDORES LE DIERON LOS MUCHACHOS
La fábrica ya era pasado y su chimenea ya había servido.
Ismael M … (a) “El Cachado”, que tuviera por escenario de sus correrías las inmediaciones de El Quillá, el Balneario, y todo el Parque del Sud, gustaba de subirse a la parte más alta de la chimenea, pava y mate en mano, hacía malabares para abarcar bizcochos y
azucarera en incómoda posición, abajo sobraban bancos, pero él sabía de estas diferencias y era en cierta forma, un precursor de las ideas del Arqto. Livingston aunque ninguno de ellos supiera de esto, ni se hayan cruzado jamás el uno frente al otro.
Aquel paraje, hoy solitario por alejamiento de muchos de sus habitantes, donde la calle San Jerónimo desciende en pronunciada barranca, era el pago de Perico Bandurria “el tambor de Belgrano”. Aquella cuadra de la altura del 1100, siempre me brindó un nunca develado misterio que de niño ejerció sobre mí cierta fascinación. Si bien las inmediaciones del Convento de San Francisco aún hoy me traen reminiscencias del tigre asesino, este entorno todavía se manifiesta para mi solaz, con muchos de sus tópicos de aquellos días.
Siempre concebí a la Cárcel de Reading, que inspiró a Oscar Wilde para escribir su “Balada”, con la misma fachada, con la misma arquitectura de la Correccional, remedo de las prisiones inglesas. Aquellas dos largas cuadras formando una sola, con su concierto de chicharras a la hora de la siesta, las chicas yendo a la playa, volviendo con sus cabellos húmedos, su arboleda secular, el alambre de púas rematando la parte superior de las rejas, algún jirón enganchado en intento de fuga, me sumían en un estado de curiosidad, impotencia y ganas de ser mayor.
Muchas veces con otros amigos, nos deteníamos a mirar y a soñarnos como príncipes al rescate de doncellas, prisioneras en aquel castillo.
Pero había dos chicos que en los años de su “edad difícil”, entiéndase: pubertad, experimentaban “esa necesidad de trepar”.
Hoy son hombres de bien y la sola lectura de estas evocaciones provocarían en sus mejillas de padres, masculino y viril rubor, por ello no diré sus nombres, pero para diferenciarlos llamaré a uno: ONAN MAS TURBAY, que se dedicaba a obtener fotos de 6 por 9 con su cajón Kodak, dado el tamaño de las mismas, las hojas y ramas que interferían en su obtención, la distancia y la falta de elementos como fotómetro, telémetro, etc., proporcionaban unas vistas que él describía como “presas que están un kilo” y cuyas anatomías se reflejaban con claridad jeroglífica.
El otro, y es el que más me preocupaba en aquellos días, era ERASMO ORGAZ, porque parecía que a veces arriesgaba su vida.
Éste no quería “verse entero”, sino más bien mostrarse a las reclusas, y lo hacía a medias, exhibiendo sus partes bajas, donde los pensadores griegos decían que moraba la concupiscencia.
Erasmo sentía un “impulso natural”, ellas lo veían encaramado como a un simio, decía Chichino Rivera que había veces que la chimenea temblaba, pero a esa edad y a cambio de ciertas emociones, un muchacho es capaz hasta de caminar sobre una cuerda floja.
En aquellos días faltos de estímulos televisivos, trepar para mirar era su más preciado objeto lúbrico.
Cuentan sus amigos que semejante riesgo se veía muchas veces compensado.
Cuando no estaba la celadora que recorría los patios, Erasmo ya conocía horarios de recreos y días de franco interno, muchas de ellas condescendían interpretando sus gestos y señas.
Mucho tiempo gozó de estos estímulos visuales, ellas liberaban para sus ojos todo el primor que proporcionaba la engrillada belleza de las carnes cautivas que envejecían purgando condenas tras aquellos muros que encerraban deseos reprimidos y aherrojados, así muchas veces se habrá creado en Erasmo el interrogante de por qué los hombres no vuelan como los pájaros de rama en rama, o desde lo alto de una chimenea al piso de un patio de cárcel, magüer corriendo el riesgo de ser bajado de un hondazo.
Muchas veces decía que iba a estudiar para recibirse de abogado especializado en sacar presas de la Correccional.
Erasmo decía que las amaba a todas, a “la Paya”, “la vaso de agua”, “la guadaña”, “la India”, él desconocía sus nombres pero las había rebautizado en base a ocurrencias o virtudes que en ellas imaginaba.
“La Paya” lo enardecía cuando le gritaba: … “Tirate! … llevame con vos, vení a buscarme!” … y él enloquecía de impotencia y rabia.
Nunca estudió para recibirse de abogado de presas de la Correccional, ni de nada.
A la chimenea le emparedaron su acceso.
En su interior quedaron lapidados muchos recuerdos de mi infancia y la impaciencia del que ignora que con los años todo llega.
Éste no quería “verse entero”, sino más bien mostrarse a las reclusas, y lo hacía a medias, exhibiendo sus partes bajas, donde los pensadores griegos decían que moraba la concupiscencia.
Erasmo sentía un “impulso natural”, ellas lo veían encaramado como a un simio, decía Chichino Rivera que había veces que la chimenea temblaba, pero a esa edad y a cambio de ciertas emociones, un muchacho es capaz hasta de caminar sobre una cuerda floja.
En aquellos días faltos de estímulos televisivos, trepar para mirar era su más preciado objeto lúbrico.
Cuentan sus amigos que semejante riesgo se veía muchas veces compensado.
Cuando no estaba la celadora que recorría los patios, Erasmo ya conocía horarios de recreos y días de franco interno, muchas de ellas condescendían interpretando sus gestos y señas.
Mucho tiempo gozó de estos estímulos visuales, ellas liberaban para sus ojos todo el primor que proporcionaba la engrillada belleza de las carnes cautivas que envejecían purgando condenas tras aquellos muros que encerraban deseos reprimidos y aherrojados, así muchas veces se habrá creado en Erasmo el interrogante de por qué los hombres no vuelan como los pájaros de rama en rama, o desde lo alto de una chimenea al piso de un patio de cárcel, magüer corriendo el riesgo de ser bajado de un hondazo.
Muchas veces decía que iba a estudiar para recibirse de abogado especializado en sacar presas de la Correccional.
Erasmo decía que las amaba a todas, a “la Paya”, “la vaso de agua”, “la guadaña”, “la India”, él desconocía sus nombres pero las había rebautizado en base a ocurrencias o virtudes que en ellas imaginaba.
“La Paya” lo enardecía cuando le gritaba: … “Tirate! … llevame con vos, vení a buscarme!” … y él enloquecía de impotencia y rabia.
Nunca estudió para recibirse de abogado de presas de la Correccional, ni de nada.
A la chimenea le emparedaron su acceso.
En su interior quedaron lapidados muchos recuerdos de mi infancia y la impaciencia del que ignora que con los años todo llega.
*Del libro: "El Barrio Sur"*
Autor: Rodolfo Mauricio Rueda.
Santa Fe, Argentina.